Cuando Jesucristo estaba muriendo en la cruz por causa de nuestros pecados, María, su madre, estaba junto al madero con el corazón roto de ver a su amado hijo morir injustamente.
Treinta y tres años antes de estos acontecimientos, Simeón dirigido por el Espíritu Santo, le profetizó a María: «Una espada te atravesará el alma» (Lc. 2:35). A pesar de ese mal augurio, ella se mantuvo obediente al plan de Dios. No se quejó, ni el miedo la paralizó. Fortalecida en el perfecto amor de Dios y llena de Su gracia cumplió con fidelidad la tarea que le fue encomendada.
María fue bienaventurada. Ella llevó el Verbo en su vientre. Lo parió; amamantó; educó; y le amó profundamente. Nosotros, los creyentes, también somos bienaventurados porque “todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al Padre, ama al que ha nacido de Él” (1 Jn. 5:1).
El sentimiento maternal nace del mismo corazón del Señor. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16). La prueba del infinito, inmutable y perfecto amor de Dios es que ofreció a su Hijo, santo y justo, como sacrificio vivo para darnos a nosotros, seres viles y pecadores, vida y salvación.
En sus últimos minutos en la cruz, Jesucristo miró a su madre bañada en lágrimas y a Juan, su discípulo amado, y pronunció una de las frases más aleccionadoras del evangelio: “«Mujer, he ahí tu hijo». Después dijo al discípulo: «He ahí tu madre». Y desde aquella hora Juan la recibió en su casa” (Jn. 19:26-27). Hasta en su agonía, Cristo pensó en el porvenir de su madre. Antes de su partida le proveyó un hogar, el cuidado y la protección permanente de su fiel amigo.
Jesucristo es nuestro modelo de comportamiento. Los hijos debemos amar, respetar, cuidar y favorecer a nuestras madres (y ¡padres!) todos los días de nuestra existencia, independientemente de sus fallas, porque es un mandamiento del Señor.
Dios en su gracia estableció una bendición especial para quienes obedecen este mandamiento: “Honra a tu padre y a tu madre (que es el primer mandamiento con promesa), para que te vaya bien, y para que tengas larga vida sobre la tierra” (Ef. 6:1-3).
Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, derramó Su gracia y bondad sobre las madres de la tierra. Y aunque ellas no nacen con un manual de instrucciones a cerca de la maternidad, traen en sus genes el amor de Dios. Ningún otro amor en la vida llega a aproximarse más al amor puro de Cristo que el amor sacrificado que una madre siente por sus hijos.
Esto es tan cierto que cuando Dios habló por la boca del profeta Isaías para describir su inalterable amor por la iglesia (los creyentes), utilizó la imagen abnegada de una madre y preguntó: “¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho? ¿Puede no sentir amor por el niño al que dio a luz?” Dando a entender que es absurdo, pero aun si eso fuera posible, Él no se olvidaría jamás de ninguno de sus hijos (Is. 49:15).
Ese sentimiento que viene de las entrañas de Dios mismo hace que una madre se dé por completo a sus hijos sin esperar nada a cambio. ¡Ese es el perfecto amor de Dios! Cristo se dio a sí mismo como ofrenda y sacrificio para perdonar a la humanidad de sus pecados (Gl. 1:4).
Así como el Señor tiene el nombre de cada uno de sus pequeñitos tatuado en las palmas de sus manos, una madre tiene el nombre de sus hijos grabado en el corazón.
¡Feliz Día de la Madre!
ORA LA PALABRA
“Se levantan sus hijos y la llaman bienaventurada” (Pr. 31:28).
Padre Santo, te doy gracias por mi madre. Ella es una mujer valiente y esforzada, mi mejor ejemplo de dedicación, perseverancia y amor. Te ruego que la libres de todo mal, ayúdala y protégela dondequiera que se encuentre. Confírmala, úngela y séllala con tu Santo Espíritu (2 Co. 1:21-22). Confío que la buena obra que comenzaste en su vida la perfeccionarás hasta el día de Jesucristo. Te pido todas estas cosas en el nombre de tu hijo amado. ¡Amén!
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