Una de las cosas que más disfruto es asistir a una boda. Durante la ceremonia, el sacerdote acostumbra a citar 1 de Corintios, capítulo 13, versos del 4 al 8, en donde Pablo describe el significado del verdadero amor: “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser”. Este es el amor sacrificado que busca el bienestar del otro por encima del propio, tal como lo hizo Jesús en la cruz cuando se entregó por nosotros.
Si talláramos esas sabias palabras en nuestros corazones, no habría divorcios. Es triste afirmarlo, pero cada vez son más los matrimonios que no sobreviven a su primer año. Creo conocer la razón porque, aunque caminé hacia el altar muy enamorada de mi esposo, estaba convencida de que si algo no funcionaba tenía la opción del divorcio.
Casarme bajo esa premisa fue un gran error. El orgullo es el enemigo número uno de las relaciones. Si edificamos un matrimonio pensando que somos el centro del universo y que nuestro cónyuge debe llenar todas nuestras expectativas, iremos directo al fracaso. Si cada uno se dedica a sí mismo sin ocuparse de la felicidad del otro, ambos serán completamente infelices.
Cuando te casas bajo los principios del Señor, tú y tu cónyuge pasan a ser una sola carne. “Así que no son ya más dos, sino uno” (Marcos 10:8). Sin embargo, cada uno tiene temperamentos, ideas, metas, hábitos y costumbres distintas, y es durante los primeros años de vida conyugal donde deberán aprender a acoplarse el uno al otro. Es una etapa difícil; si no están sometidos a Cristo esas diferencias acabarán por separarlos.
No te cases atraído por los atributos físicos, por un deseo sexual o una emoción pasional. Tampoco lo hagas por temor a la soledad, por dinero o para huir de un conflicto familiar. Ten presente que la hermosura se seca, las riquezas son inciertas y los problemas son transitorios. Los gustos, los sentimientos y las circunstancias suelen transformarse. Es por eso, que la infidelidad destruye la relación de muchas parejas. El amor conyugal no es un sentimiento, es un pacto igual al que hizo Cristo en la cruz donde nos comprometemos con Dios a cuidar, amar, respetar y a serle fiel al otro hasta que la muerte nos separe.
El Espíritu Santo es el único que puede guiar nuestros matrimonios a puerto seguro. Jesús afirmó: “porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5). Orar juntos, leer la Biblia, servir a Dios y obedecer los principios divinos marcará la diferencia. Las relaciones fundadas en Cristo pueden resistir cualquier amenaza que intente separarlos, porque el esposo, la esposa y Dios forman un cordón de tres hilos tan fuerte que no se rompe fácilmente.
ORA LA PALABRA
“Uno solo puede ser vencido, pero dos podrán resistir. Y además, la cuerda de tres hilos no se rompe fácilmente” (Eclesiastés 4:12 DHH).
Padre santo, Tú has dicho que no es bueno que el ser humano esté solo; te doy gracias por darme esposo(a). Te entrego nuestro matrimonio para que cumplas tus propósitos buenos, agradables y perfectos. Me esforzaré cada día por obedecer tus mandamientos y buscaré el bienestar de mi cónyuge por encima del mío (1 Corintios 10:24). Gracias por hacernos a mi esposo(a) y a mí uno con Cristo, así como el Hijo y el Espíritu Santo son uno contigo. Te ruego mi Dios, que lo que Tú uniste no lo separé el hombre (Marcos 10:9). Ayúdanos a crecer a tu imagen, a tener tus pensamientos y a cumplir tu voluntad en todas nuestras decisiones. Te lo pido en el santo nombre de tu amado Hijo Jesucristo.
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Lic. Liliana González de Benítez