La envidia es el sentimiento más vil del ser humano. Ha sido el móvil de los crímenes más atroces de la historia. Desde el principio de los tiempos, Lucifer, el ángel de Dios y mensajero de luz, se envaneció a causa de su hermosura, sabiduría y de la posición que recibió en el cielo, y quiso ser igual a Dios. Se dijo a sí mismo: “Sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo” (Isaías 14:14).
El síndrome del ángel de luz ataca a todos los sectores de la sociedad; lastimosamente la iglesia no ha sido la excepción. Es muy común ver a líderes cristianos sirviendo dentro y fuera de los templos con motivaciones egoístas. Jesús expresó: “Antes, hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres. Pues ensanchan sus filacterias, y extienden los flecos de sus mantos; y aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas, y las salutaciones en las plazas, y que los hombres los llamen: Rabí, Rabí” (Mateo 23:5-7).
¿Acaso no ha sido este el anhelo de Satanás? Él busca adoradores; por eso tentó a Jesús en el desierto. Después de mostrarle todos los reinos del mundo, le aseguró: “Todo esto te daré, si postrado me adorares” (Lucas 4:9).
Hay líderes cristianos centrando la atención hacia ellos. Son los fariseos de hoy. Hacen largas oraciones públicas, aparentan estar ayunando, predican y fingen piedad buscando reconocimientos para inflar sus egos. Incluso, llegan a sentirse “amenazados” por los dones que Dios les ha otorgado a otros creyentes y obstaculizan su aporte. Dice la Biblia: “Algunos, a la verdad, predican a Cristo por envidia y contienda; pero otros de buena voluntad” (Filipenses 1:15).
Yo llegué a estar en un ambiente de fariseísmo (hipocresía) y competencia tan fuerte que me contagié con ese espíritu. Gracias a Dios, Jesús me hizo libre. Todos, sin excepción, podemos fingir fe, amistad, amor, pero no podemos ocultar nuestras verdaderas intenciones de Aquel que pesa y escudriña los corazones. Dios no puede ser burlado; si algo Él conoce bien es el corazón del hombre. “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jeremías 17:9). El rey David oraba para que el Señor le revelara si en su corazón había motivaciones egoístas: “¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos. Preserva también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí; entonces seré íntegro, y estaré limpio de gran rebelión” (Salmos 19:12-13).
Algunas personas hacen buenas obras con la intención de agradar a aquellos que los están mirando. Sus acciones pueden ser buenas pero sus motivos son malos (Efesios 6:6). Si das limosna al pobre, visitas al enfermo, predicas el evangelio, eres pastor, líder o mentor de una congregación, hazte continuamente un examen de conciencia para que reconozcas tus motivaciones internas y determines si son puras delante de Dios.
Pregúntate la razón real por la cual sirves a la iglesia. ¿Es el deseo de ser aprobado por las autoridades y reconocido por la congregación o es el amor que sientes por tu prójimo? ¿Qué esperas después de predicar un mensaje: recibir aplausos y halagos por lo bien que lo hiciste o dar de gracia lo que de gracia recibiste? ¿Cuándo ayudas a alguien, le cuentas a otra persona para que te rinda homenaje o no le dices a la mano izquierda lo que hizo la derecha? Jesús advirtió: “Cuídense de no hacer sus obras de justicia delante de la gente para llamar la atención. Si actúan así, su Padre que está en el cielo no les dará ninguna recompensa” (Mateo 6:1 NVI).
Aprendamos de un hombre que no se contaminó con la envidia, Juan el Bautista, el precursor de Jesucristo. A pesar de que gozaba de fama y buena reputación como profeta en toda Judea, cuando escuchó a sus discípulos advertirle que las multitudes lo estaban abandonando para seguir a Jesús, él respondió: “Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él” (Juan 3:28). “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30). Juan pudo haberse enojado por el hecho de estar perdiendo a sus seguidores, y no lo hizo. Con su actitud nos enseñó una lección de humildad, él afirmó: “Nadie puede recibir nada a menos que Dios se lo conceda” (Juan 3:27 NVI). Si Jesús estaba ganando mayor número de seguidores no era porque se los estaba quitando a Juan, sino porque Dios se los estaba entregando.
Dejaríamos de perder el tiempo en celos y envidia si aceptáramos el hecho de que no es el lugar que ocupamos en la iglesia, en el trabajo o en la sociedad lo que realmente importa, sino el lugar que ocupamos en el corazón de Jesús.
De pocas personas Cristo hizo un elogio tan extraordinario: “De cierto os digo: Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de los cielos, mayor es que él” (Mateo 11:11). Aquí encontramos un pero que nos advierte que tú y yo podemos ser aún mayores que Juan, si nos vestimos de humildad y menguamos para que Dios crezca. “El más importante entre ustedes será siervo de los demás. Porque el que a sí mismo se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mateo 23:11-12 NVI).
ORA LA PALABRA
“La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!” (Filipenses 2:5-8 NVI).
Señor, guarda mi corazón para que yo no me envanezca cuando tú me exaltes. Que siempre conserve la humildad como una cualidad de mi carácter. Hazme menguar para que crezcas tú. Enséñame a ser un reflejo tuyo para que muchos puedan llegar a ti a través de mí. Extirpa de mi corazón el orgullo para que nada haga por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad considere a los demás como superiores a mí mismo(a) (Filipenses 2:3). Hoy me visto como escogido(a) de Dios, y como siervo(a) de Cristo estaré al pendiente de las necesidades de los otros y los ayudaré con entrañable misericordia, no buscando aprobación humana sino agradar a Aquel que me llamó de las tinieblas a su luz admirable.
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