Tendemos a culpar a los demás de nuestros faltas y pecados. Esa mala actitud proviene de nuestra herencia pecaminosa. Después de haber pecado, Adán echó la culpa sobre Eva, más bien sobre Dios por habérsela entregado como esposa: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí” (Gén. 3:12). Eva por su parte, culpó a Satanás: “La serpiente me engañó, y comí” (Gén. 3:13).
El orgullo que anida en el corazón del ser humano le impide admitir sus errores, confesarlos, y buscar con humildad el perdón de Dios. Sin duda, nuestro mayor enemigo somos nosotros mismos.
Desde el Génesis el hombre ha deseado lo prohibido. Habitó en el Edén, disfrutó de todas las cosas buenas que Dios creó para él, se regocijó en una íntima y amorosa relación con su Creador, tenía todo lo que necesitaba, pero se sintió infeliz porque anhelaba la única cosa que no podía tener. Cuando la obtuvo se destruyó a sí mismo y arrastró (por su desobediencia) a toda la raza humana con él.
La mayoría de los problemas que nos agobian se deben a que caminamos fuera de la voluntad de Dios. Hacemos las cosas a nuestro modo, y creyéndonos sabios actuamos como necios. “No te creas muy sabio; obedece a Dios y apártate del mal” (Prov. 3:7).
Satanás siempre vendrá con sus mentiras para causarnos daño y destrucción, sin embargo, somos nosotros los que decidimos si escuchamos al maligno o sometemos todos nuestros pensamientos a la obediencia a Cristo. El modus operandi del enemigo no ha cambiado, Él siembra una idea en la mente para activar los sentidos (pasiones del cuerpo, deseos de los ojos y vanagloria de la vida) y a medida que meditamos en esa idea comenzamos a cultivar en nuestros corazones apetitos descontrolados y pasiones malvadas. “Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mt 15:19).
Debemos reconocer que todos tenemos pensamientos buenos y malos. Podemos sentir piedad u odio desmedido; actuar como pacificadores o crear las más feroces contiendas; ser responsables de obras altruistas o de las acciones más perversas. Por eso, la Biblia aconseja que por sobre todas las cosas cuidemos la mente, porque ella es fuente de vida (Prov. 4:23). Pensar en todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable todo lo que es de buen nombre; es la manera de cuidar la mente (Fil. 4:8).
Dejemos de culpar a Dios y a los demás por nuestros pecados. Te invito a mirar dentro de ti. Hazte un examen de conciencia. Confróntate a ti mismo a la luz del evangelio. Cuando admitimos y confesamos ante el trono de la gracia los malos deseos que combaten en nuestro interior, estamos dando el primer paso para librarnos del orgullo, la codicia, los celos, la envidia, la ira… y de todas las viles pasiones que nos impiden alcanzar paz con Dios y con el prójimo. El arrepentimiento es el primer paso para la salvación.
“Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que tiempos de refrigerio vengan de la presencia del Señor, y Él envíe a Jesús, el Cristo designado de antemano para vosotros” (Hch. 3:19-20).
ORA LA PALABRA
Padre, confieso que he pecado, pero yo sé que tu eres bueno y justo, y por la sangre que Jesús derramó en la cruz, tengo perdón y vida eterna. Gracias por tu amor y gran misericordia. Ayúdame a obedecer tus preceptos cada día de mi vida. Dame un nuevo corazón, limpio, puro, que se deleite en hacer tu voluntad. Un corazón que te ame por sobre todas las cosas y busque el bienestar del otro por encima del propio. Concédeme sabiduría para detectar las mentiras del enemigo y dominio propio para apartarme del mal. Amén.
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