¿Acaso puedes abrir el diario, mirar las redes sociales o escuchar un programa de radio sin preocuparte? Los contagios y muertes por causa del COVID19 tienen a la población mundial en vilo. En corto tiempo el coronavirus ha provocado cuarentenas, cierres de escuelas, pérdida de empleos y la caída económica de empresas y naciones. Todo esto causa gran temor.
Continuamente nos preguntamos: ¿qué comeremos?, ¿qué vestiremos?, ¿cómo podremos sostenernos? Lee con atención lo que Dios dice: “No se preocupen por su vida, qué comerán o beberán; ni por su cuerpo, cómo se vestirán. ¿No tiene la vida más valor que la comida, y el cuerpo más que la ropa? Fíjense en las aves del cielo: no siembran ni cosechan ni almacenan en graneros; sin embargo, el Padre celestial las alimenta. ¿No valen ustedes mucho más que ellas?” (Mt. 6:25-26). “¿Quién de ustedes, por mucho que se preocupe, puede añadir una sola hora al curso de su vida?” (Lc.12:25).
La angustia le resta días a la vida. Cada vez que pensamos en el futuro con temor sentimos taquicardia, se nos sube la tensión y podemos llegar a sufrir ataques de pánico, infartos, úlceras o migrañas. La preocupación es un pecado de incredulidad porque desconfiamos de la Palabra de Dios. Con nuestras dudas le estamos diciendo al Señor: “No creo que vayas a suplir todas mis necesidades”.
Por lo general, la Palabra de Dios no encaja en lógica ni en la razón de los incrédulos. Los cristianos no debemos olvidar que la fe es un don de Dios. Esa fe nos hace aferrarnos a Sus promesas con la firme confianza de que ¡nada, absolutamente nada, podrá separarnos del amor que Dios nos ha mostrado por medio de nuestro Señor Jesucristo! (Ro. 8:39).
Siempre tendremos la opción de elegir a quién vamos a oír. En lugar de preocuparnos escuchando la voz de los analistas económicos, los expertos en finanzas y de los fatalistas que profetizan desastres, ocupémonos de escuchar la voz de Dios a través de Su Palabra revelada. Oremos y llevemos todo temor al trono del Señor. “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (Ro. 8:32).
Es muy fácil desesperarse si no estamos oyendo la voz de Dios. La Biblia dice: “Bendito es el hombre que confía en el Señor, cuya confianza es el Señor” (Jer. 17:7).
Ora la Palabra, háblala, declárala, vívela, escríbela en las paredes de tu casa, pégala en los parabrisas del auto, en las puertas del refrigerador, memorízala, repítela y hazla parte de ti. Aunque no comprendas a Dios, sus razones ni su tiempo, confía en Él. El Dios de paz te dará paz, y cuidará de tu corazón y de tu mente por medio de Jesucristo.
ORA LA PALABRA
“Yo fui joven, y ya soy viejo, y no he visto al justo desamparado, ni a su descendencia mendigando pan” (Sal. 37:25).
Padre, gracias por tu gran amor y misericordia; gracias por todas tus bondades a mi vida. Perdóname por angustiarme por las cosas que suceden a mi alrededor. Tú has dicho que el que habita a tu abrigo morará bajo tu sombra (Sal. 91:1). Por eso, yo decido andar por fe y no por vista. No me afanaré preguntándome ¿qué comeremos?, ¿qué beberemos? o ¿qué vestiremos? Toda preocupación la clavo en la cruz y recibo la paz que Jesucristo me ofrece. Confío en que tú, Señor, suplirás todas mis necesidades conforme a tus riquezas en gloria en Cristo Jesús (Fil. 4:19). En mi casa no habrá pobreza ni escasez. La harina de mi tinaja no escaseará, ni el aceite de mi vasija disminuirá (1 R. 17:14). Mientras más doy y comparto con mis vecinos, yo recibo medida buena, apretada, remecida y rebosante (Lc. 6:38). Gracias, mi Dios, por todas tus bondades. Yo oro en el nombre de Cristo Jesús. Amén.
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Lic. Liliana Daymar González