Idelfonso Figueredo, utilizando su Super Laptop V Generación, ha llamado desde su habitación localizada en el piso número 47 de un hotel en Nueva York a un vehículo Ubérrimos Beta para trasladarse al aeropuerto “Donald John Trump” (DJT) que reemplaza desde noviembre del 2021 al nombre original John Fitzgerald Kennedy (JFK).
Sonriendo, Idelfonso recordó que el aeropuerto Logan de Boston también ha sido rebautizado como “Logan Ivanka Reagan” y se imaginó el trabajo extra, pero bien pagado, que tuvieron los cartógrafos y encargados de preparar los miles de carteles en las carreteras indicando el nuevo cambio de nombre que podría confundir a turistas, hombres de negocio, diplomáticos, pilotos, pero no a los espías dirigidos y coordinados desde la embajada rusa en plena ciudad de Washington D.C.
Ya se preparaba para salir de la cómoda habitación que cuesta a la compañía Clear y Transparente Tecnología (CTT) $1,500 dólares por noche, cuando en la pantalla plasma del televisor apareció la imagen del Cirujano General de USA, Nikita Ulikanova anunciando que desde ese momento y hasta nuevo aviso, a nadie le será permitido transitar a pie, en automóvil, tren subterráneo, o cualquiera vehículo motorizado sin usar la mascarilla Breathalinik la cual además de cubrir la boca y las fosas nasales, se extiende hasta los ojos y los oídos.
“Parecen las máscaras de los soldados de la primera guerra,” piensa Idelfonso alelado y turulato cuando se informa que el aparato creado por la NASA costará $1,500 dólares y podrá adquirirse con tarjeta de crédito, dinero contante y sonante, o a través de la Tarjeta Universal Jared en sitios autorizados que se han instalado secretamente por las noches en las estaciones del tren, oficinas del correo o en tiendas especializadas con la participación de la Guardia Trumpicional y sus característicos uniformes negros y el brazalete rojo.
Idelfonso observa su reloj marcando las 7 de la mañana de un día con neblina matinal y húmedo. ¿Dónde podrá conseguir las máscaras? Se preguntaba cuando alguien golpea la puerta. Idelfonso la abrió usando el remoto universal permitiendo la entrada de una de las camareras luciendo el antifaz hecho con plástico tetanizado. Con elegancia, la joven le ofrece otra semejante al de ella la cual oculta sus ojos envuelta y sellada por Tecnología Jared.
“Esta es para usted y es una cortesía del Super Hotel Giuliani Inn,” dice la joven con un marcado acento eslovaco. Eslovenia es el país fuente de una nueva y masiva inmigración a los Estados Unidos facilitada por la esposa del presidente interesado en privilegiar la llegada al país de gente muy blanca y en los posible rubios, incluidos cientos de miles de rusos, ingleses y algunos nórdicos.
“Debemos mejorar la raza,” dicen que dijo el presidente.Mientras tanto, en el plasma sigue el comunicado de Nikita Ulikanova.
“Además de la máscara, se ordena el uso de guantes. Los restaurantes, cines y salas de espectáculos, bares, Starbucks, DD y cafés tienen que cerrar sus puertas en un plazo indefinido hasta que se tenga más información acerca de un brote del virus de colera en Manhattan y casos de peste bubónica en Long Island. Se prohíbe en la vía publica grupos de más de dos personas” explica con cierta agitación el cirujano general Ulikanova. La imagen pálida del médico desaparece acompañado por la música del himno “Volga, Volga,” canción de apertura de las comunicaciones federales especialmente cuando habla el presidente.
“Hummmm, esto parece serio exactamente cuándo debo abordar el vuelo 2458 hacia California,” piensa Idelfonso quien cree estar viviendo una película de ciencia ficción presentando el inicio de una guerra bacteriológica que ha tenido en pesadillas.
Llevando su maletín con visa diplomática dada por el gobierno a la compañía CTT, Idelfonso arriba al salón de salida del hotel donde unas cien personas esperan salir hacia el aeropuerto Donald John Trump.
Era una escena extraña porque con las caretas, no se podía apreciar los rasgos de los rostros de los viajeros acomodados en sofás y sillones o sus gestos de impaciencia, impotencia, dolor, rabia o desilusión.
“Me siento como un autómata,” pensó Idelfonso a quien no le agrada la creciente invasión de robots en todos los ámbitos de la ciudad.
A través de los ventanales, el espectáculo de la transitada Quinta Avenida muestra a miles de personas caminando presurosas con la escafandra.Si bien es posible distinguir a los integrantes de la policía por sus uniformes y a los militares, todos los demás son entes desconocidos y de una apariencia uniforme, monótona, siniestra y a la vez calamitosa.
“Es que ahora no hay rostros…” murmura una mujer aferrada al brazo de su esposo quien saca fotos con su celular al increíble espectáculo de una ciudad cuyos habitantes caminan enmascarados. La frecuencia del paso de vehículos ha disminuido y pesados carros blindados de color verde oscuro, van arrojando nubes de un vapor de tono verdoso el cual, de acuerdo con las autoridades, neutralizaría las peligrosas bacterias.
En el cielo cientos de helicópteros y drones sensores de bacterias y virus surcan el espacio midiendo la calidad del aire.Mas allá la policía obliga a un turista al parecer del Japón a ingresar a un enorme Vehículo de Contención Ciudadana (VCC) por no usar la máscara. “Es que soy claustrofóbico grita el infeliz a quien los guardias ponen en su cabeza una capucha.
Los enormes letreros luminosos continúan anunciando la venta de automóviles blindados antivirus y las noticias a través de las cintas luminosas dejan saber que dos personas afectadas por la peste bubónica han sido detectadas en una estación del metro neoyorquino.
Finalmente, y dirigidos por la Guardia Trumpicional, los viajeros suben a buses de color blanco con luces rojas intermitentes y emprenden el viaje hacia el aeropuerto. Multitudes de desesperados enmascarados deambulan por las calles proveyéndose de alimentos no perecibles, agua y medicamentos antes de que se inicie el toque de queda a las dos de la tarde el cual se anuncia con el aullido de lúgubres sirenas.
A su lado, Idelfonso que no se acostumbra a la incomodidad de la mascara tetánica, observa a una mujer leyendo una historia de epidemias y como los ejércitos de Mongolia arrojaban cadáveres de personas afectadas por virus al interior de las fortalezas enemigas, mientras en la Edad Media los soldados envenenaban las fuentes de agua produciendo la muerte de miles de enemigos.
“Es que será esta una guerra bacteriológica?” se pregunta Idelfonso pensando que a su llegada al aeropuerto “Eric Trump” de los Ángeles,