Vivimos como si nunca fuésemos a morir. Nos aferramos apasionadamente a la vida, pero lo cierto es que somos como la neblina, que aparece por poco tiempo y luego se desvanece (Stg. 4:14). El salmista expresó: “Nadie puede vivir para siempre; todos morirán; nadie puede escapar del poder de la tumba” (Sal. 89:48). A pesar de tener a la muerte pisándonos los talones no estamos preparados para morir. Preferimos consumirnos el breve tiempo de existencia atesorando bienes materiales como si nos los fuéramos a llevar a la eternidad. No hemos entendido que la vida es la única oportunidad que tenemos de prepararnos para ir al cielo.
Después de meditar profundamente, el rey David rogó: “«Señor, hazme saber qué fin tendré y cuánto tiempo voy a vivir, para que comprenda cuán breve es mi vida. Me has dado una vida muy corta; no es nada mi vida delante de ti. ¡Todo hombre dura lo que un suspiro! ¡Todo hombre pasa como una sombra! De nada le sirve amontonar riquezas, pues no sabe quién se quedará con ellas. Y así, Señor, ¿qué puedo ya esperar? ¡Mi esperanza está en ti!»” (Sal. 39: 4-7).
David comprendió que el que tiene a Dios tiene la vida. Lo más sabio que podemos hacer es buscar las riquezas del cielo (Col. 3:2). Nada trajimos a este mundo y nada nos llevaremos (1 Timoteo 6:7). Jesús dijo: “Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo […]. Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón” (Mt 6:20-21).
¿Dónde está tu corazón, tu mente, tu tiempo y tu mayor esfuerzo? ¿En las cosas terrenales o en las cosas celestiales? Numerosas personas viven para sí mismas, busca de su propia felicidad. “Todo es vanidad y correr tras el viento” (Ecl 1:14). Solo aquellos que estamos arraigados y cimentados en el amor de Dios ya no vivimos más para nosotros mismos, sino para aquel que murió y resucitó para darnos vida (2 Co. 5:15).
Nada produce mayor gozo que vivir para Cristo. No hay tiempo para pensar en uno mismo. Lo apremiante es ver por la necesidad ajena. La tarde en la que mi esposo yacía en una estrecha camilla, asustado porque un estudio del corazón reveló que tenía la principal arteria coronaria obstruida, sentí la urgente necesidad de hablarle de Jesús a una pareja que estaba pasando por la misma angustia que nosotros. La única diferencia es que ellos no conocían al Salvador. Anunciarles las buenas nuevas me dio paz en medio de aquella difícil situación.
Hacer tesoros en el cielo es sentir compasión por las almas perdidas e instruirlas en la verdad. Es consolar al atribulado con entrañable misericordia. Es hacer el bien, ser ricos en buenas obras, generosos, siempre dispuestos a compartir lo poco o lo mucho que tenemos (1 Tim. 6:18). Jesucristo declaró: “El amor que tengan unos por otros será la prueba ante el mundo de que son mis discípulos” (Jn. 13:35).
Si quieres ser rico en el reino de los cielos no codicies ni acumules cosas en este mundo, donde la polilla destruye y las cosas se echan a perder, y donde los ladrones entran a robar (Mt 6:19).
Teresa de Calcuta, parafraseando las palabras de Jesús en Mateo 25:35-36, expresó: “Al final de esta breve vida no seremos juzgados por cuántos diplomas hemos recibido, cuánto dinero hemos conseguido o cuántas cosas grandes hemos hecho. Seremos juzgados porque tuve hambre y me diste de comer; estuve desnudo y me vestiste; no tenía casa y me diste una posada”.
ORA LA PALABRA
“Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mt 25: 37-40).
Padre, gracias, porque de ti proceden todas las cosas y lo que tengo de tu mano lo recibo. Arranca de mi pecho este corazón ególatra y egoísta y dame un corazón misericordioso que esté permanentemente dispuesto a dar con alegría, a hacer el bien, a buscar la justicia, a ayudar a los oprimidos, a defender a los desvalidos. Que no piense solo en mi propio beneficio, sino en el bienestar de los que me rodean. Te lo pido en el nombre de Jesús. Amén.
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