Dios nos ha esculpido en las palmas de sus manos (Is. 49:16). Las manos que formaron a Adán del polvo de la tierra, las que multiplicaron los panes y los peces, las que calmaron la tormenta, las que sanaron al leproso, las que por amor llevan las cicatrices de los clavos, son las que nos envuelven, guían y sostienen.
Tal conocimiento es tan grandioso que rebasa nuestra comprensión. Es tan así que Job le dijo al Señor: “Yo conozco que todo lo puedes, y que no hay pensamiento que se esconda de ti […]; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía […]. De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven” (Job 42:2-5).
Aunque Job sabía que su sus riquezas, hijos y salud eran dádivas de Dios, fue en medio de la adversidad cuando sus ojos se abrieron para ver la poderosa mano del Señor obrando a su favor. Los creyentes nos acostumbramos a recibir la provisión divina y se nos olvida quien es el que nos sostiene.
El orgullo nubla nuestra visión al extremo de pensar que la buena salud, el cónyuge, los hijos, los bienes materiales son el resultado de nuestro esfuerzo, trabajo, perseverancia… Pero lo cierto es que es Dios quien nos ayuda a conseguir empleo; es Dios quien nos da la vida, la salud y la fuerza para trabajar; es Dios quien abre la matriz y nos regala hijos; es Dios quien ensancha nuestra familia.
Si enumeráramos todas las bendiciones que recibimos de nuestro amoroso Padre nos quedaríamos cortos. Todo, absolutamente todo lo que hay en el cielo y la tierra lo hizo Él y proviene de Él. Antes de que nosotros mismos fuéramos un embrión, Dios ya nos había concebido en su mente y corazón. Él nos conoce mejor que nadie. Sabe cuándo nos sentamos y cuándo nos levantamos; aun a la distancia nos lee el pensamiento. Él está al tanto de nuestros trajines y descansos; todos nuestros pasos le son familiares. Sabe lo que vamos a decir, incluso antes de que lo digamos (Salmos 139:1-3). Dios nos rodea dondequiera que nos encontremos.
“En su mano está el alma de todo viviente, y el hálito de todo el género humano” (Job 12:10). En la enfermedad, en el desempleo, en la soledad, en la angustia, en el temor y en el desamor: ¡Dios está nosotros! “Tan inmenso es su amor por los que lo honran como inmenso es el cielo sobre la tierra” (Sal. 103:11).
Mi exhortación es a que te acuerdes de las ocasiones en las que has estado triste por alguna desventura. Puedes recordar cuando estuviste enfermo o tal vez sufriste la experiencia de un trágico accidente, el divorcio o la pérdida de un ser amado, y a pesar de esas calamidades, ¿volviste a sonreír? Pues indudablemente esa es la prueba de que una mano divina te sostiene.
ORA LA PALABRA
“Abres tu mano, y colmas de bendición a todo ser viviente”
(Salmos 145:16).
Oh, Señor, gracias porque tu presencia me acompaña a todas partes. Tú eres mi refugio, mi lugar seguro, mi más alto escondite. Eres mi amparo; la fortaleza de mi vida, el guardador de mi alma. Mi familia y yo habitamos bajo las sombras de tus alas. En paz nos acostamos, así mismo dormimos, porque tú, Señor, nos haces vivir confiados (Sal. 4:8). Cuando despertamos, ¡todavía estás con nosotros! (Sal. 139:18). Tal conocimiento es tan maravilloso que no hago más que alabarte. Gracias, mi Dios, porque en las palmas de tus manos nos sostienes y colmas de bendiciones. ¡¡¡Aleluya!!!
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